Al final de la jornada, los terneros, cansados, se tumbaban unos metros antes del establo. Le gustaba arrimar las manos al manso vapor de sus hocicos. Entonces aparecía su padre caminando descalzo sobre la yerba. Lanzaba al vuelo sus botas embarradas. Sonreía un instante.
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Con un lápiz dibujó un río y al lado un árbol. Se vio cruzando el río, subido al árbol. Eligió una ciudad en el mapa. Dejó de pensar en sí mismo.
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Sentirse extraño le tranquilizaba. A menudo olvidaba su dirección. Miraba los edificios. Se ponía de puntillas. Perdía de vista las chimeneas.
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Le reprochan que todo sucede a la vez. Pero él puede hacerlo. Acariciar en el mercado la piel de los melocotones, tratar de adivinar los nombres de los desconocidos.
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Paseo: el acróbata siempre camina lanzando al aire a un compañero.
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Saca a la intemperie un trozo de madera muerta. Deja que la suerte reparta las inclemencias del tiempo.
La obra de su vida.
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Viviendo entre restos de una fiesta. Al abrir un contenedor, escombros de una noche o los moldes inservibles de un poema por hacer.
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Supo que la tarde es un saurio somnoliento. Fauces que se abren más allá de un portal. Miedo a desmoronarse. Miedo al miedo.
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Se protegía mintiendo. Puso una vela, levantó violines y mató su hambre con ensaladas. Podían llegar insomnes y le pedían la hipnosis de su postura, de sus desvelos.
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Apenas sale. Cualquier desconocido dispara sus remordimientos. Quizá un parque al lado de una iglesia. Niños que pasan el rato en los columpios mientras sus madres mastican la tarde en conversaciones banales. Algún niño cae y despelleja sus rodillas. Entonces él, se toca los codos y se niega a recordar.
FERNANDO MENÉNDEZ. HISTORIAS SOMALÍES. KRK
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