Hotel de carretera junto a un bosque
I
–poema: nieve azul, agua en la mano.
Un hombre es más feliz cuanta más gente olvida.
Sólo el miedo
consigue que las cosas
parezcan lo que son.
Digo mis tres verdades junto a un bosque.
Digo también
la vida y la muerte se parecen
como un pez y un cuchillo.
Digo a veces soñar es más fácil que ver.
Y hablo como quien sube una montaña,
hablo un idioma verde que morirá en tu arena.
II
–volvíamos a casa con las primeras lluvias,
en los últimos días de verano.
Detrás el mar,
su arena sin memoria,
su inquietud de mercurio.
El otoño era un lobo que comía palomas en hoteles vacíos;
los árboles soñaban con leones;
la ciudad se acercaba con sus cristales negros,
lentamente,
como sangre vertida.
A lo lejos,
brillaban las torres de la radio.
Las calles eran piezas de la noche
como la llama es parte de la luz
y la ceniza es parte de la sombra.
Si cerrabas los ojos, la autopista era un río.
III
–Cuando el cielo comienza a oscurecer
se encienden los hoteles.
La estación de servicio ilumina el bosque.
Los árboles
son como un fuego verde ardiendo en la espesura.
Hay rosales plantados junto a los surtidores
y las rosas se encienden
cuando pasan los coches.
Se encienden
y se apagan,
como el letrero de un hotel barato.
IV
–El Ganges era lento y el Mississippi oscuro;
uno se parecía a las panteras
y otro a los ojos de un soldado herido.
Mi padre usaba palabras hermosas igual que la nieve.
Palabras como la nieve que se oculta a sí misma.
Los bosques destilaban pájaros tropicales,
el Amazonas era la sombra de los tigres,
el Sena
comenzaba en las campanas
y en el Hudson morían las palomas.
Yo estudiaba los ríos.
Mi padre,
envuelto en humo,
hablaba de esperanzas y de escombros,
de la lluvia inocente sobre el hombre culpable,
del puñal enterrado en la arena de los números,
del sol vacío que entra en la casa del muerto.
La luz del televisor se extendía por la habitación.
En el Ebro, flotaban duros montes de estaño.
En el Guadalquivir hubo torres de oro.
En el Nilo brillaban las pirámides.
Nuestros cuerpos teñían de rojo la luna.
V
–El invierno se esparce como un gas por los árboles.
Un viento azul
se mueve en las violetas
últimas del jardín.
En el pequeño
incendio de las rosas
arde la luna.
Veo el mundo a través de ti
como el bañista cuya piel toma,
al internarse en el mar,
la temperatura del agua.
El bosque es del tamaño de mis ojos.
Cuando las luces caen
bajan los animales hasta el río:
ciervos dorados que beben ciervos azules;
ciervos que miran con ojos tristísimos pasar los trenes.
Acaricio tu mano y espero que regreses.
Amor de antes, pozo sin niñas asustadas,
fruta sin dios,
maleza sin ortigas.
VI
–Nos marchábamos una y otra vez de sus ojos
como un río se aleja de los árboles,
una y otra vez.
Tú dijiste: –Las cosas nunca son
nuevas, sólo distintas.
Y el mundo se ajustó, de pronto, a esas palabras,
se convirtió en su sombra,
su consecuencia,
su eco.
La muerte era muy blanca y llegaba a su piel
como el mar se acerca a la noche de las ciudades.
Nosotros la veíamos,
era una nieve espesa
y quemaba las manos.
Yo te dije:
–El dolor es siempre nuevo
es el que toca el agua quien inventa las ondas,
es el que cae quien crea el precipicio.
Miré otra vez sus ojos,
supe
lo que es un río
atrapado en los árboles que refleja ese río.
VII
–Una noche te dije: –Quien no tiene secretos
nunca tendrá piedad.
Llovía, pero abriste una ventana.
La tormenta era azul dentro del bosque.
La mancha roja de las rosas
se extendía
por el corazón de los jardines.
Y el mundo era un mundo de otra época:
como la vez que estábamos en una casa abandonada
viendo un incendio antiguo.
VIII
–Mi padre había muerto, pero aún lo veíamos
por las habitaciones
o cruzando el jardín:
como al cerrar los ojos
después de ver un bosque,
los pájaros se mueven todavía un momento en la mirada.
Después llegaron luces
de autopista,
emisoras
de media noche
hoteles conocidos,
la luna sobre el río de automóviles.
Atravesábamos despacio los nombres de las ciudades,
sintiendo, al mismo tiempo,
la lentitud y el paso de los días.
Hacia el final, mi padre era del agua,
del cuarzo,
de la sombra.
Sus ojos eran limpios,
más azules.
Y extraños
como una luz encendida en una habitación vacía.
IX
–Conduciendo bajo la lluvia,
la luna es del color de los coches que pasan.
Atrás queda el pequeño
hotel de carretera junto a un bosque.
Conduciendo bajo la lluvia,
en los jardines públicos brillan ángeles fríos.
Atravesando calles
tranquilas,
soledad edificada.
Conduciendo de vuelta hacia nosotros mismos.
La última frontera es nuestro corazón.
Benjamín Prado
Asuntos personales
Me ha gustado mucho el post Jorge, enhorabuena porque permites meterse dentro del poema, un trabajo genial. Si te interesa un hotel en Baqueira Beret visítanos, un saludo!
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