Reyes de Alejandría. José Carlos
Llop. Alfaguara (2016)
Este libro trata de un viaje en
el tiempo. Un tiempo que fue todos los tiempos para desaparecer después en el
tiempo. Este libro trata, pues, de nosotros y ha de contar quiénes éramos. O
mejor: quiénes dejamos de ser para desaparecer en el tiempo que fuimos y ahora
buscamos entre los objetos.
Tengo ante mí un caparazón de
tortuga de tierra, una lámpara fenicia de aceite y una figurilla india de
hierro que parece una deidad antigua de Asia Menor. Hay otros objetos sobre la
mesa: el fragmento de un fósil, el colmillo de una foca, una piedra de Petra,
otra ––tallada–– del Congo, una cuenta de vidrio de Java y un collar que podría
pertenecer al ajuar de la reina Hatsepsut. La mayor parte de esos objetos
tienen más valor por lo que representan que por lo que son. En eso se parecen a
los recuerdos. Hace muchos años que me acompañan. Como el perfumero de Murano
del XIX, la efigie en latón y vidrio del león de San Marcos, una fotografía de
Jane Birkin desnuda, otra en blanco y negro de Ezra Pound y una tabaquera art
decó. Pecios que una manera de entender la vida y la escritura ha ido dejando a
mi alrededor. Así también debe leerse este libro: desde la autenticidad de lo
primitivo; desde el conocimiento de lo moderno; desde la elección allí donde la
vida no deja elegir.
(…) Cuando pienso en aquel
tiempo, tengo la impresión de ser el radiotelegrafista de un carguero perdido
en el océano, hablando frente al aparato de radio. Hablar a un vacío que nunca
responde y nunca, lo sabes, ha de responder. Pero hay veces que sí: voces de
onda larga que procedieran del espacio, de la estación Mir, por ejemplo, vacía
y abandonada (…)
(…) Hay un momento en que la
ciudad natal se abre como las figuras de un caleidoscopio y sin dejar de ser
ella misma, es también otras ciudades. Palma tuvo un perfume alejandrino y un
carácter fronterizo parecido al de Trieste y unos veranos cairotas y unos
inviernos del Mar Negro, con uniformes y niebla. Palma recogió diminutos
fragmentos de Woodstock y Monterey, aunque por la noche cantara Domenico
Modugno en una terraza del Paseo Marítimo y los marines patrullaran por sus
calles. Palma era un puerto mediterráneo y en el Mediterráneo se inventó el
mundo. Y todo aquello eran esquirlas de cristal a través de las que veíamos
otras ciudades que no eran la nuestra. Otras ciudades donde vivir, escapando de
la nuestra. Por sus calles paseaban burritos enjaezados con un cargamento de
jarras de barro y por sus playas, dromedarios egipcios y camellos de Asia
porteaban a los turistas como si estuviéramos en el Sáhara o junto al lago Baikal. La policía
secreta era fácil de distinguir por la rigidez de sus trajes y sus maneras de
chulo de barra. Las putas se sentaban en sillitas de enea en las esquinas del
trazado árabe, entonces encalado ––los bajos pintados de azulete––, como si se
tratase de algún poblado andaluz. Las campanas tocaban durante todo el día y
las mujeres vestían de negro o con trajes de flores y los curas y las monjas se
movían con rapidez por las aceras. El aire olía a algas podridas, a salitre, a
jazmín y buganvilla. La ciudad era vanidosa, reservada y escéptica. Nosotros escuchábamos a Bob
Dylan como al Ángel Visitador y ya no sé quienes éramos nosotros, ni siquiera
sé si éramos aún y sólo fuimos entonces, o si aquella ciudad que recuerdo llegó
a existir, aunque yo sepa que sí, que existió y acabó enterrada formando un
estrato al que los arqueólogos no han de dar importancia, tan endeble fue que
no dejó vestigios ni resto alguno para las vitrinas de un museo. Y nos íbamos
hacia el muelle en el coche de algún amigo y en un viejo cassette Philips
escuchábamos a Traffic y soñábamos con marcharnos algún día en uno de aquellos
buques que veíamos zarpar con sus cascos negros y rojos y sus chimeneas de
colores, cargueros rumbo a Turquía. El coche se llenaba de perfume de polen,
humo y tierra húmeda mientras Steve Winwood cantaba Dear Mr. Fantasy… Poco después nos marchamos, pero antes…
No ser uno. Tampoco ser una
familia y ser algo mejor que una familia. No ser uno y construir una familia
que no lo fuera, las idas y venidas, los viajes, las casas abandonadas, los
pisos vacíos; ése era el amanecer de un tiempo que duró poco pero que nos hizo
como somos. Ser uno, de eso no escaparíamos, no podríamos escapar, pero
habiendo conocido lo otro ––el paraíso––, habiendo sido lo otro ––el paraíso––
mientras duró. Y ahora, seres heridos que llevan su herida en silencio y se
reconocen entre sí mientras la esconden. Ya no sé si de la estirpe de Abel o de
la estirpe de Caín. Los que sobrevivimos, pero ésa es otra. (…)
(…) Pero el conde era el único de
nosotros que sabía que todo paraíso se paga, que todo paraíso incuba el mal, la
serpiente y el árbol de la ciencia. Que todo paraíso acaba expulsándote. Los
demás creíamos que no. (…)
(…) Éramos poetas. Ante todo,
sobre todo y después de todo, éramos poetas. Nada era descifrable sin la
poesía; nada era digno de ser vivido sin la poesía. Rilke, Cavafis, Pound y
Eliot formaban la tetralogía sagrada de nuestra religión. Y Baudelaire y Poe y
Wallace Stevens y Yeats, el irlandés. Después venían los dioses menores, que
eran incontables y nos llenaban de dones y poblaban las horas y los minutos
como lo hacía la música ––la poesía, al fin, otra clase de música–– y nos
acompañaban en el amor y en el tiempo, estirándolos y elevando su intensidad
desde la humedad de la tierra al
oscuro fondo del cosmos. Éramos poetas y estábamos en perpetua sintonía con el
ritmo de las constelaciones y la expansión del universo, que también se
expandía dentro de nuestro pecho y en el interior de nuestra mente. (…)
(…) Yo no escuchaba música; yo
era la música que escuchaba. Vivía en ella como ella vivía en mí. La música era
el lenguaje y ese lenguaje desconocía identidades: era la identidad. La vida
empezaba para todos nosotros y todos teníamos una lengua común. No había
ocurrido nunca: que la música usurpara el lugar de cualquier otro lenguaje. La
vida empezaba para todos nosotros y la música sostenía sus muros, pautaba
nuestros días. Babel al revés. Todos éramos músicos sin serlo, todos tuvimos
entre las manos una Fender Stratocaster. Cuando fuimos expulsados del Paraíso,
esa música sería su memoria, la constatación de que el Paraíso había existido
alguna vez. Aún hoy, camino de los sesenta años, o de los setenta aquellos que
sobrevivieron, la piel se tensa, como en el amor, al escucharla. (…)
(…) si Adan y Eva habían sido
expulsados del Paraiso, hubo alguien que se quedó dentro y nosotros éramos sus
descendientes. La espada flamígera, oh, sí, no se había esgrimido en contra
nuestra. O la habíamos sabido eludir, sí, “
oh mama, stick inside of Mobile with the Memphis blues again”. Las chicas,
desnudas, bailando ahora alrededor del árbol de la ciencia, el pelo tan largo,
las nalgas de manzana, columnas amadas sus piernas, ágiles arcos, y el fuego
sagrado bajo la brillante llama negra del bello, ellas, bailando alrededor del
árbol de la ciencia, esperándonos, mientras nuestros padres desparecían en la
oscuridad: I´ll Be Your Baby Tonight.
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